Era la 1 de la madrugada del miércoles en la calle Peregrin 5, en el barrio de Pétion-Ville de la capital, Puerto Príncipe. El presidente de Haití, Jovenel Moïse, estaba durmiendo junto a su esposa cuando un comando que hablaba español e inglés, según el comunicado oficial de las autoridades haitianas, asaltó la elegante vivienda, entró en su habitación y disparó contra él. El mandatario, de 53 años, falleció al instante y su esposa se encontraba estable, con una bala fragmentada dentro del cuerpo. Si alguien de su equipo abrió la puerta de la habitación o fue una violenta operación organizada por alguno de sus muchos enemigos, sigue siendo un misterio varias horas después del magnicidio. El testimonio de su hijo, uno de los primeros en llegar a la habitación, y algunas grabaciones filtradas son las únicas pruebas existentes hasta el momento.
El primer ministro, Claude Joseph, pidió calma a la población y aseguró que tanto la policía como el Ejército se están encargando de mantener el orden. “La situación está bajo control. Estoy en una reunión para garantizar la seguridad y tomar todas las medidas para la continuidad del Estado”, informó Joseph. Al término del encuentro, Joseph declaró el estado de sitio, una figura que sitúa a las Fuerzas Armadas como máximas garantes de la seguridad e implica la instauración de tribunales militares.
La muerte de Moïse aboca al país a una etapa de incertidumbre y alimenta la idea de la creación de una “Somalia en las Américas”, como han descrito algunos analistas lo ocurrido, en referencia a la profunda crisis que vive el país africano después de que el presidente, Mohamed Abdullahi Mohamed, prolongara el pasado abril su mandato por otros dos años, sin que la oposición lo reconozca.
En Haití, a la crisis humanitaria provocada por un año de pandemia y huracanes se suma la violencia de las bandas urbanas, que han elevado el nivel de terror por los asaltos y secuestros que asolan el país. Paralelamente, el caos político parece instalarse como única forma de gobierno en la nación más pobre de América (y una de las más pobres del mundo).
El asesinato ha sorprendido entre las clases políticas y diplomáticas en el país, ya que se produce a poco más de dos meses de las elecciones presidenciales y legislativas convocadas para el próximo 26 de septiembre. En esos comicios ya quedaba establecido que Moïse no podía ser candidato y, por tanto, era la hoja de ruta aceptada por la comunidad internacional para dar salida a la crisis. La oposición acusaba a Moïse de aferrarse al poder y gobernar por decreto desde que disolvió la Asamblea. En una entrevista concedida a este periódic, el mandatario aseguró que dejaría el poder en 2022 con el argumento de que su llegada real al puesto se había producido en 2017, más tarde de lo previsto.
Al magnicidio se suma el vacío de poder en que ha quedado sumido el país, ya que ni siquiera hay certeza de quién dirige desde ayer la nación caribeña. Antes de ser asesinado, Moïse había nombrado un primer ministro que, sin embargo, no había sido ratificado y se desconoce si ejercerá. Su nombramiento abrió también una guerra intestina en el interior de su partido el PHTK, que añade enemigos a la larga lista de quienes lo querían fuera del poder.
Moïse asumió el cargo en 2017, en medio de unas polémicas elecciones que tuvieron que ser repetidas pero que posteriormente ganó con claridad y sin necesidad de segunda vuelta. Después de romper relaciones comerciales con Venezuela, estuvo envuelto en varias crisis por acusaciones de corrupción vinculadas a PetroCaribe
y cuyos señalamientos eran la venganza del chavismo por darles la espalda a Caracas y abrazar la política del entonces presidente estadounidense, Donald Trump.
El pasado febrero, Moïse denunció un fallido golpe de Estado y un intento de magnicidio y hasta un juez de la Corte Suprema se proclamó presidente legítimo. “El golpe de Estado no es un hecho puntual, sino una secuencia de acciones. Hasta ahora los Gobiernos eran títeres de los grupos económicos, pero esto hoy no sucede y nuestras decisiones sientan muy mal a quienes se sienten poderosos e intocables. Un pequeño grupo de oligarcas está detrás del golpe y quiere apoderarse del país”, denunció entonces en la entrevista a EL PAÍS.
En los últimos 35 años, el primer país de América Latina en conseguir la libertad —cuando en 1803 los hombres de Pétion y Dessalines pasaron por el machete en pocos meses a miles de franceses— ha tenido 20 presidentes, con perfiles muy distintos (desde generales a pastores evangélicos). Jovenel Moïse fue elegido en 2015 con la promesa de llevar agua corriente y electricidad a todo el país. Con la llegada a la Casa Blanca de Joe Biden, tanto el Departamento de Estado, la OEA (Organización de Estados Americanos) y el Core group, el grupo de países amigos de Haití, entre los que está Canadá, Estados Unidos, Francia, España o Brasil, respaldaban la opción de que Moïse concluyera su mandato en 2022, aunque exigían la restauración de los diferentes poderes del Estado.
Después de ganar las elecciones con un eslogan que decía “todos comeremos en la misma mesa”, Moïse llegó al poder con el 55% de los votos y una larga lista de promesas que ha incumplido y han decepcionado a la población. La ola de violencia y secuestros han llevado el hartazgo a una población que cuenta en su poder con más armas que nunca, tal y como señalan los expertos a este diario. Paralelamente, la descomposición social mantiene inalterable su macabro ritmo y cada día siguen aterrizando en Puerto Príncipe aviones procedentes de Estados Unidos con centenares de deportados, muchos de ellos niños.