Cuenta la leyenda que fue en la cocina del antiguo Convento de Santa Rosa, en la capital poblana, el lugar donde tuvo origen uno de los platillos más característicos del país: el mole, delicia que combina en su sabor el dulce y la sal, con una gran variedad de chiles y condimentos que proveen al alimento de un aroma y sabor únicos, pues aunque en la actualidad este platillo se prepara en distintos puntos del país, la verdad es que en su cuna es donde mejor se saborea.
Se dice que Sor Andrea de la Asunción, monja dominica de este convento, creó el delicioso brebaje; la cocina del hoy Centro Cultural Santa Rosa es un sitio que no puede dejar de visitarse al llegar a esta espectacular obra arquitectónica del siglo XVII.
Se trata de una cocina majestuosa, que consta de un enorme salón de tres bóvedas, vestida casi en su totalidad por preciosos azulejos (legados de diversas épocas) y adornada por una carbonera y diversos fregaderos, que si bien hubo un momento en que no fungieron como piezas ornamentales, hoy sirven para dar realce a la historia que se encuentra contenida en los muros de esta construcción.
Los secretos del recinto
Se dice que las casas y los edificios guardan entre sus muros un poco de la energía de quienes fueron sus ocupantes, por eso a veces se cree en la existencia de fantasmas. Incluso, en la red puede encontrarse un video situado, supuestamente, en una de las habitaciones de este antiguo convento donde aparecen un par de seres etéreos que deambulan por el lugar.
Pero sea eso verídico o no, cierto es que la enorme estructura del ex Convento de Santa Rosa guarda muchas historias en su interior, desde 1683, año en que las monjas dominicas ocuparon formalmente el espacio, hasta nuestros días, que se ha convertido en un lugar de obligado paso para los turistas que visitan el Estado de Puebla.
Considerado una joya de la arquitectura barroca poblana, el antiguo Convento de Santa Rosa de Lima fue erigido originalmente en 1683, como un beatario en la finca ubicada probablemente a mitad de la calle 3 Norte.
Siete años después, con la aspiración de convertir el beatario en convento, se adquirieron otros predios sobre la misma calle para construir el nuevo claustro. En 1697 llegaron a habitar el edificio 18 beatas, y en 1701 fue reconocido institucionalmente como beatario de Santa Rosa de Santa María.
No obstante, fue hasta el 22 de mayo de 1739 cuando adquirió el nombre de “Convento de Santa Rosa de Santa María de religiosas recoletas de Santo Domingo», en honor a Santa Rosa de Lima, la primera natural de América elevada a los altares en 1671.
El convento con todos sus anexos ocupó toda la manzana, se distribuyeron los espacios en dos grandes patios o claustros y otros menores, alcanzando en el siglo XVIII su máximo esplendor, correspondiéndole aparte de la manzana original la mayor parte de la hoy avenida 14 Poniente.
En el siglo XIX con la Ley de la desamortización de los bienes de la iglesia, la enorme extensión del convento fue fraccionada, reduciéndose al claustro mayor y los dos patios, con otro acceso por la calle 14 Poniente. Suprimido el convento por las leyes de Reforma, se traslado a este lugar en 1869 el hospital de hombres dementes que se ubicaba en San Roque, que 55 años después fue reubicado en el Hospital General.
Más tarde, la cocina en la que se asegura nació el mole, considerada además una joya del barroco poblano, se convirtió en el Museo de Cerámica; mientras el resto de las instalaciones del ex convento se habían transformado en casas de vecindad, en las cuales habitaban más de mil 500 personas.
La nueva época
El 20 de noviembre de 1973, el inmueble que acogía el Convento de Santa Rosa se convirtió en el Museo de Arte Popular Poblano, espacio en el que el visitante tiene la oportunidad de conocer todo el Estado de un jalón, echando un vistazo en las artesanías que se elaboran en las siete regiones de Puebla: Huachinango, Teziutlán, Ciudad Serán, Cholula, Puebla, Azúcar de Matamoros y Tehuacan.
Cada una de las salas representa una región, con detalles precisos sobre la riqueza histórica y cultural de cada zona, así como información sobre la procedencia, elaboración y uso de las artesanías expuestas.
Algunas de las piezas que el visitante no puede perder de vista en este espacio, son un “Quexquemitl de Pantepec”, bordado en brocado; la antigua vestimenta de Hueyapan y trajes típicos en general; así como espuelas de cinco metales de Amozoc, una ofrenda de muertos de Huaquechula, un árbol de la vida bruñido y policromado de Acatlán, y un muestrario de bordados de Altepexi. Destaca también una colección de máscaras de madera y cuero.
Además, en una de las áreas del museo se exhiben pinturas originales de la época en la que fue convento. Por supuesto que no se puede dejar de lado conocer la cocina del convento, revestida completamente de azulejos y surtida de mobiliario y utensilios propios de su época.
El museo cuenta asimismo con una tienda artesanal y biblioteca especializada en la materia.
Dada la relevancia del lugar y el inmueble en sí, por su grandeza, se realizan ahí eventualmente conciertos de música tradicional, popular, religiosa, clásica y alternativa, así como escenificación de obras de teatro y presentaciones de diversos grupos de baile.
La leyenda de Sor Andrea
En realidad son muchas las historias que se han divulgado con respecto a la creación del mole, pero al parecer, la que tiene qué ver con la beata dominica Sor Andrea de la Asunción es la más cercana a la realidad.
Cuenta la leyenda que ante la visita de Don Antonio de la Cerda y Aragón, Conde de Paredes y Marqués de la Laguna, «Virrey y Capitán General de la Nueva España» a Puebla de los Ángeles, los conventos de la región se habían lucido en enviar a su eminencia platillos para el disfrute de su paladar; mientras tanto, en el Convento de Santa Rosa de Lima las beatas rogaban a Sor Andrea para que preparara uno de esos platillos que solía hacer en la inmensa cocina del inmueble.
Finalmente, “tras comulgar en la cratícula conventual, resuelta se dirigió a la cocina y, disponiendo las cosas convenientemente, principió por tomar chile ancho, mulato, pasilla y chipotles, que desvenó y doró en manteca; por otro lado, puso un comal en la lumbre, donde tostó un poco de ajonjolí, cogió unos clavos de olor, pimientas negras, almendras, cacahuate, canela y anís, y molió todo en conjunto. A estos ingredientes agregó dos tablillas de chocolate, unos jitomates, cebollas, ajo asado y unas tortillas de mías, que también pasaron por la molienda y, como la víspera había matado un guajolote, engordado con castañas y avellanas, completó el guiso con tan sabroso caldo y apetecible carne”, según se lee en el libro La típica cocina poblana y los guisos de sus religiosas, de Salazar Monroy.
El virrey y el obispo don Manuel Fernández de Santa Cruz y Sahagún degustaron el platillo, el mismo que hoy, al paso de tres siglos, continúa conquistando paladares en las mesas de ricos y pobres, reconociéndose como uno de los manjares típicos de México.