POR: VÍCTOR JOEL SANTOS RAMÍREZ
Contrario a la idea popular extendida y aceptada en México, el Día de Muertos no es de origen prehispánico[1] y en sentido estricto tampoco es producto de un sincretismo indígena y europeo. En efecto, las festividades de los días 1 y 2 de noviembre (no confundir con las prácticas y celebraciones funerarias ancestrales mesoamericanas cuyas características eran otras y se realizaban en fechas distintas), tuvieron su origen en la Europa medieval, fueron instituidos por la Iglesia católica — el día 1 de noviembre— para celebrar a “Todos los Santos”, es decir, a los beatos y canonizados, pero principalmente a los santos desconocidos (los millares de mártires cristianos[2]), para que ninguno se quedara sin fiesta y así reunidos en un solo día, correspondieran a este homenaje intercediendo con mayor fuerza en la oración y en las súplicas de los creyentes, mientras que —el 2 de noviembre—, Día de los “Fieles Difuntos”, como su nombre lo indica, fue dedicado a quienes “reposan en Cristo”, pero no alcanzaron la vida beatífica (el cielo), debido a que fallecieron sin haber cumplido las penitencias que les fueron impuestas en vida o fueron insuficientemente cumplidas, así como a quienes mantuvieron apego a la vida material[3]. Las almas de estos difuntos (de acuerdo con la escatología cristiana), se hallan en el Purgatorio, esta fecha fue concedida para que los vivos, a través de oraciones, súplicas y sufragios ayuden a estas almas a limpiar sus pecados y así logren su salvación. Las misas del 2 de noviembre tenían el carácter de indulgencia plenaria aplicable a las almas del purgatorio[4].
El 1 de noviembre
El día de Todos los Santos fue instituido el dia 13 de mayo por el Papa Bonifacio IV en el año 609[5], para honrar a los protectores de la Iglesia[6], pero también para contrarrestar al paganismo, ya que el Papa consagró en este día el antiguo templo del panteón romano (el Panteón de Agripa), en la Iglesia de Santa María de los Mártires (conocida como Santa María la Redonda por su planta circular). Sin embargo, esta celebración tuvo que cambiar de fecha debido a que:
“Como era muchísima la gente que todos los años acudía a Roma para celebrar esta nueva solemnidad y como en el mes de mayo resultaba sumamente difícil tener la ciudad suficientemente abastecida de la ingenta cantidad de víveres que la numerosa concurrencia de forasteros demandaba, otro papa, llamado también Gregorio, dispuso que en adelante se celebrase en las calendas de noviembre, fecha más conveniente, porque en noviembre, al estar ya recolectadas las mieses y efectuada la vendimia, Roma disponía de provisiones suficientes para abastecer a los peregrinos[7]”. “Así que el templo que fuera hecho para todos los ídolos, agora es consagrado para todos los santos[8]”.
El Papa Gregorio III, entre los años 731 y 741, consagró una capilla en la Basílica de San Pedro a todos los Santos para dedicarle un día a esta celebración, hacia el año 835, el Papa Gregorio IV, fijó esta fiesta el 1 de noviembre y la amplió a todos los santos del cristianismo[9].
A finales del mes de octubre en el hemisferio norte terminan las tareas agrícolas, por lo cual, hay abundancia de alimentos y es también tiempo de dar gracias por los bienes recibidos, por esta razón, de acuerdo con Santiago de Vorágine (citado arriba), el Papa Gregorio IV cambió el día de Todos los Santos a las calendas de noviembre, es decir, al primer día de este mes, pero lo hizo coincidir (no sin intención como lo parece) con la festividad celta del Samhain[10] (pronunciado so-win o sah-wim y hallowen[11]), celebrada el 31 de octubre en las comunidades célticas de Europa (Irlanda, Gales y Escocia). Desde el punto de vista cristiano, esta festividad era pagana y como sucedió con la consagración del templo del panteón romano para convertirlo en iglesia (ver arriba), los ritos arcaicos que se celebraban en esta fecha fueron cristianizados al instaurarse el día de Todos los Santos el 1 de noviembre[12].
El Samhain era una fiesta de año nuevo (se celebraba entre el equinoccio de otoño y el solsticio de invierno), marcaba el tiempo de recoger la cosecha, guardar a los animales y prepararse para el invierno[13]; la celebración era nocturna (durante la “noche vieja”), en la que todos los fuegos se extinguían, se encendía una nueva hoguera (fuego nuevo) con huesos de animales sacrificados (bonfire), de donde se tomaba el fuego con antorchas para volver a encender los hogares. Los celtas, al igual que otras culturas de la antigüedad, creían que el año nuevo era también el día en que los difuntos regresaban para convivir con los vivos[14], de ahí los símbolos funerarios, la utilización de disfraces y máscaras en estas festividades; en las puertas de las casas se colocaban nabos con una vela encendida para guiar el camino de los difuntos (sustituidos por calabazas cuando esta fiesta pasó de Irlanda a Estados Unidos). Pero no solo fue entre los celtas, sino en toda Europa, la noche de la víspera de Todos los Santos, que señala la transición del otoño al invierno, era el día en que las almas de los difuntos regresaban a sus antiguos hogares para calentarse en el fuego y confortarse con la buena acogida que se les hacía en la cocina, en este día también andan sueltas todas las hadas, los duendes vagan libremente y las brujas se aparecen volando montadas en sus escobas[15].
El 2 de noviembre
El Día de Muertos fue instaurado ciento sesenta y tres años después, en el año de 998, por el abad del monasterio de Cluny, San Odilón, quien pidió que se celebrara al día siguiente de Todos Santos —de acuerdo con una revelación divina—, la que que tuvo el sacristán de la iglesia de San Pedro, quien, en estado de éxtasis, vio un ángel que le mostraba el Purgatorio y al tiempo que esto hacía, le dijo: “cuenta al sumo pontífice todo esto que estás viendo y ruégale insistentemente que instituya en la Iglesia una jornada anual especialmente dedicada a orar por los muertos, se beneficien al menos de los sufragios que en ese día ofrezcan los vivos por los difuntos en general, y dile que señale para esta conmemoración la fecha que sigue inmediátamente a la fiesta de Todos los Santos[16]”. Según Pedro Damián (biógrafo de San Odilón), esta celebración también se debió a que, en los alrededores de un volcán de Sicilia, se escuchaban a menudo voces y alaridos de demonios quejándose de que los vivos con sus limosnas y oraciones les arrebataban las almas de los muertos, por lo cual, Odilón dispuso celebrar anualmente en todos los monasterios de su jurisdicción la conmemoración de los fieles difuntos seguida de la fiesta de Todos los Santos. Esta práctica, según Damiano, se extendió posteriormente a la Iglesia universal[17].
A finales del siglo XV, los sacerdotes dominicos españoles establecieron la tradición de celebrar tres misas el 2 de noviembre, posteriormente, Benedicto XIV, entre 1740 y 1754, otorgó este privilegio a los sacerdotes de España, Portugal y América Latina, en 1915 Benedicto XV lo extendió a todos los sacerdotes.[18]
Las tradiciones indígena y europea
Las festividades del 1 y 2 de noviembre llegaron a México en el siglo XVI, de forma inmediata, poco tiempo después de la conquista española, fueron celebradas en las primeras iglesias fundadas por los franciscanos en Texcoco, Tlaxcala y en el convento grande de San Francisco en la ciudad de México. De acuerdo con Fray Toribio de Benavente “Motolinía”, entre los años de 1535 y 1540, “el día de los finados [Día de Muertos], casi por todos los pueblos de los indios dan muchas ofrendas por sus difuntos. Unos ofrecen maíz, otros mantas, otros comida, pan, gallinas, y en lugar de vino, dan cacao. Y su cera cada uno como puede y tiene, porque, aunque son pobres, liberalmente buscan de su pobreza y sacan para una candelilla[19]”. La fiesta de los Fieles difuntos[20], al igual que otras ceremonias católicas, fueron impuestas en las comunidades indígenas por los religiosos cristianos, destacando en sus crónicas la respuesta inusitada de los indígenas que, en su pobreza material, denotaban una profundidad religiosa desconocida por los europeos y que éstos equipararon a la de los primeros cristianos.
Lo que denominamos “culto a los muertos” o “culto a los antepasados”, corresponde a una elaborada y compleja escatología ancestral, consustancial a las culturas mesoamericanas, cuyas prácticas y significado desconocemos casi en su totalidad; constituyó una parte central de sus creencias religiosas, el pensamiento, la mitología, la cosmovision, el simbolismo y el esoterismo prehispánicos, cuyos testimonios encontramos en los monumentos, la escultura, la cerámica, en la pictografía de los códices y en los cotidianos hallazgos arqueológicos.
Sin embargo, aunque algunas prácticas perduraron en los siglos posteriores a la conquista y es posible encontrarlas aún hoy en día, no se sincretizaron con el culto católico de los Fieles difuntos, pues éste siempre se ha celebrado conforme a una liturgia que ningún clérigo o creyente puede cambiar ni modificar, solo el Papa tiene esta facultad y en condiciones muy específicas. La fiesta en torno al culto tampoco se modificó en los substancial pero, al erradicarse y prohibirse las ceremonias prehispánicas a los difuntos, de manera natural, todas las prácticas y creencias ancestrales se trasladaron a la celebración del 2 de noviembre, sin transgredir la liturgia católica establecida para este culto, es decir, en lugar de un sincretismo (una mezcla de factores exteriores), se llevó a cabo una síntesis (la unificación de los principios al interior del culto), pues aunque en los pueblos indígenas de forma velada continuaron con sus antiguas prácticas funerarias, con el tiempo éstas fueron adoptando formas cristianas, hasta fusionarse casi en su totalidad, ya que el pensamiento en ambas tradiciones coincidía en celebrar a los muertos.
En 1656, en palabras de Jacinto de la Serna, los indígenas “adulteraban la loable costumbre de la Iglesia en la conmemoración de los fieles difuntos[21]”; éstos solían preparar ofrendas y encender candelas en sus casas, lo cual hacían en la noche, también en las visitas y barrios no asistidos por ministros de la iglesia; porque el rito de ellos es ofrecer comida y bebida a los difuntos, de tal forma que amanecen bien comidos porque son ellos quienes se las comen y acontece que en la misa de los difuntos ya no hay candelas porque se han gastado en la mañana[22]. Los frailes denunciaron e intentaron erradicar las prácticas funerarias al exterior de los templos, pero esto fue una empresa imposible, no tuvieron otra opción que tolerarlo y aceptarlo en la mayoría de los casos.
Diego Duran, a dos décadas de finalizar el siglo XVI, se preguntaba, porqué los indios depositan un tipo de ofrenda en Todos Santos y otra diferente en Día de Muertos, las respuestas que recibió no aclararon sus dudas, pero confirmaron sus sospechas: “Dios sea verdad y que estén rayados de su memoria pero temo que no lo están en algunos porque como ellos tenían sus fiestas de difuntos, una de difuntos menores y otra de mayores, creo y puedo afirmar, que mezclaron algo de ello con nuestra fiesta de difuntos como mezclan con las demás cantando sus funerales responsos, llorando sus señores y dioses antiguos y porque no lo entendamos dicen que no se acuerdan ya de ellos[23]”.
Las veintenas dedicadas a los muertos
Las prácticas mortuorias en la época prehispánica tuvieron diversas características y las fechas de las celebraciones de sus difuntos también debieron de haber sido desiguales, solamente conocemos los datos más o menos precisos, aunque con algunas discrepancias, de la tradición funeraria que se practicó en el centro del país poco antes de la llegada de los españoles y por la pictografía de los códices, podríamos decir que se extendió a otras regiones, como la mixteca, pero en general, estas celebraciones están muy lejos de parecerse o de haber influenciado al Día de Muertos de la época novohispana, como algunos autores lo han asegurado. Es importante mencionar, que este calendario, al igual que otros mesoamericanos, corresponde al ciclo anual de 365 días, por lo tanto era solar, pero sus divisiones o veintenas tienen correspondencia lunar, ya que regía el ciclo vegetativo-agrícola y todo lo que ello conlleva, como el nacimiento y la muerte.
El caso al que nos referimos es el de la cultura mexica, en cuyo calendario anual de 18 veintenas (Xiuhpohualli), hubo por lo menos cuatro de éstas en las que se llevaban a cabo celebraciones funerarias[24], estas veintenas[25] son la octava: Miccailhuitontli (Fiesta pequeña de los muertos), la novena: Huey Miccailhuitl (Gran fiesta de los muertos), la decimo tercera: Tepeilhuitl (Fiesta de los cerros) y la decimo sexta. Tititl (encogimiento o envejecimiento).
Las dos primeras, las cuales llevan en su denominación el prefijo “micca” [26], se celebraban de forma seguida en el otoño, entre los meses de agosto y septiembre, la primera era una fiesta menor, relacionada con los muertos pequeños (los niños muertos que moran en el Cincalco), pero también como preparación y preámbulo de la fiesta mayor de los difuntos, dedicada a los guerreros muertos que acompañan a Huitzilopochtli y moran en la “casa del Sol” (Tonatiuh ichan[27]); la décima tercera veintena, Tepeilhuitl, se celebraba entre los meses de octubre y noviembre, por lo tanto marcaba el fin del otoño e inicio del invierno, la época de la cosecha de maíz conforme al ciclo agrícola, estaba dedicada a los cerros y a sus moradores, las deidades del agua: Tláloc, Chalchihuitlicue y sus hermanos los tlaloques. En esta fiesta se hacían imágenes (representaciones de manojos de madera vestidas con mantas) de las personas que fallecieron ahogadas (o por enfermedades acuáticas) y que fueron enterradas (no se incineraron), las cuales se colocaban en altares[28], son las almas que habitaban el Tlalocán, el paraiso terrenal de acuerdo con Sahagún.
Finalmente la veintena Tititl, que de acuerdo con de la Serna, iniciaba en el solsticio de invierno[29], marcaba el fin del año (ciclo solar), en ella se celebraba a la poderosa Cihuacóatl y era la fiesta de los finados, a quienes se recordaba cada año a través de una ofrenda en memoria, en la que se colocaba, sobre un petate, una imagen representando al difunto (un manojo de ocote vestido con una manta o camisa, con nahuas si era mujer, junto con escudillas, pucheros y otras cosas de casa), sentado sobre un equipal y si había sido señor o valiente hombre, vestíanle de una manta rica, le colocaban el bezote que utilizaba en las fiestas, el atado de plumas sujeto atrás de la cabeza y muchos perfumes; frente a esta representación se colocaba mucha comida, la cual era convidada a los principales, al finalizar, se encendía la tea y se quemaba todo[30]. Esta celebración se llamaba quixebilotia (en memoria) y la hacían cada año los hijos o parientes[31], al parecer, estaba dedicada a quienes habían tenido una muerte natural (habían llegado al sol poniente), por lo tanto, el cielo que les correspondía era el Mictlan. Esta celebración coincidía con el final y el inicio del ciclo anual solar, con el “año viejo” y la evocación a los muertos, como en otras tradiciones funerarias.
Todas estas fiestas desaparecieron con la conquista española, fueron prohibidas y erradicadas por la iglesia católica, siendo muy difícil que se hayan conservardo vestigios de ellas después del exterminio, sometimiento, muertes epidémicas, control social e ideológico, al que fueron sometidas las culturas originarias durante 300 años[32]. No obstante, muchas de estas antiguas creencias se conservaron bajo formas cristianizadas y tal vez más autenticas, en las comunidades indígenas, resguardadas infranqueablemente por la propia lengua y la tradición oral. La fiesta del 2 de noviembre fue depositaria de las antiguas creencias funerarias, pero el culto, la fiesta y parafernalia continuaron prácticándose de forma sigilante, sin cambios profundos, durante los siguientes dos siglos, en una sociedad novohispana profundamente religiosa, hasta llegar a los siglos XIX y XX, periodos mejor documentados que los anteriores y donde es posible apreciar, la gradual decadencia en que fue cayendo esta fiesta en sociedades en las que perdió importancia su sacralidad, adquiriendo mayor importancia sus aspectos profanos.
La fiesta entorno al culto, siglos XIX y XX
Las características que hoy en día distinguen a la celebración del Día de Muertos, con el colorido y dimensiones de los altares, los arreglos de flores, papel picado, el pan de muerto, frutas de temporada, alimentos preparados, los dulces de calaveras, las ricas ofrendas en los panteones, etc., parecen evocar al mundo prehispánico, pero como veremos a continuación, la mayoría de estos componentes que creemos de origen mexicano, tienen sus antecedentes en la celebración de estas fiestas en Europa.
Las fiestas del 1 y 2 de noviembre son celebraciones religiosas que se conmemoran con misas especiales de difuntos, son días de luto para los cristianos. En el día de Todos los Santos, prácticamente desde que surgió esta fiesta, hubo una inclinación a venerar las reliquias de los mártires y santos[33] (fragmentos o huesos completos), los cuales eran presentados a los fieles este día en las iglesias. En México, en el siglo XIX, los pobladores de la capital concurrían el Día de Todos los Santos a los templos para “visitar las reliquias de los bienaventurados que en ellos se veneran[34]”, en la Catedral, por ejemplo, se exhibían las reliquias de San Primitivo, San Teófilo y Santa María; también en los templos de la Colegiata, Loreto, la Enseñanza (un hueso del dedo pulgar de San Juan Nepomuceno), Santa Teresa la Antigua, Santa Teresa la Nueva, Balvanera, la Concepción, la Encarnación, la iglesia grande de San Francisco y en el Tercer Orden[35], era posible visitar todos estos templos en este día, conocer presencialmente a las reliquias y hacerles peticiones, ya que se tenía la creencia de que eran milagrosas. Las reliquias llegaron de España a México, desde su arribo al puerto de Veracruz fueron acompañadas con música y cantos, en los pueblos fueron recibidas con arcos de flores[36].
En los reinos católicos de León, Aragón y Castilla se elaboraban panes imitando a las reliquias, “los huesos de santos pudieron ser unas canillas especiales con miel, pero los hubo para cada parte del cuerpo que se veneraba, cráneos, astillas de huesos, esqueletos completos, en la parte catalana se hacían con almendras y se le les conocen como panallets[37]”, también se hacían de mazapan, en Italia los huesos se hacían con pasta de almendra, también se elaboraron frutas y animales con lo que se identificaba cada santo llamadas “frutti dei morti”. Todos estos dulces se llevaban a bendecir a las iglesias y eran colocadas en las casas en la “mesa del santo”, esta costumbre se ha mantenido vigente, aún en el siglo XXI, en zonas rurales de Europa y en la América católicas[38]. En México, los dulces que imitaban a las reliquias eran los afamados alfeñiques que realizaban las monjas de Santa Clara y San Lorenzo[39], pero solo podían adquirirlos las clases pudientes, el resto de la población consumía dulces de azucar que generalmente representaban cráneos, esqueletos, tibias y otros huesos[40].
El día de Todos los Santos, era también la fecha para limpiar, arreglar los sepulcros y monumentos que debían estar de gala para el día siguiente, “Con este fin, las familias remitían a los cementerios candeleros y cirios, jarrones y tibores, coronas de chaquira, azabache o de flores artificiales y cuantos adornos le sugería el acendrado cariño hacia sus deudos difuntos[41]”.
Los panteones y la desacralización de la fiesta
El Día de Fieles Difuntos se celebraba al día siguiente de Todos Santos con tres misas, la gente asistía de luto a la iglesia y la celebración se extendía durante todo el día, “las iglesias y calles aledañas se adornaron luciendo un luto riguroso, con crespones negros y velámenes pintados con huesos que cubrieron las paredes, acompañados de versos alusivos a la inminente muerte; en la entrada un gran esqueleto les daba la bienvenida mientras que en medio de la nave se montó el Gran Catafalco, adornado con calaveras, huesos y esqueletos para que los católicos atraídos por el toque constante de las campanas a difuntos asistieran a los Oficios, terminando la celebración con un sermón y el rosario doloroso[42]”. Las mujeres cargaban flores y velas a las sepulturas de sus familiares enterrados en la iglesia y en el atrio.
La costumbre de enterrar a los muertos en la iglesia y en los atrios, la cual se practicó desde el inicio del cristianismo, fue interrumpida parcialmente en Europa debido a las pandemias que obligaron a la creación de cementerios (por ejemplo, la peste negra del siglo XIV). En España, Carlos III promulgó en 1787 un decreto que prohibía los enterramientos en las iglesias, pero no tuvo efecto por la oposición que encontró con la tradición religiosa y con el clero, ya que de aplicarse este decreto, la Iglesia perdería una importante fuente de ingresos. Fue hasta el año 1800, durante los últimos años del reinado de Carlos IV, que la construcción de panteones extramuros se hizo realidad[43].
A partir de esta nueva disposición, la celebración del día de difuntos tuvo que modificarse, en los pueblos de España, “después de la misa, los hombres se marchaban apresuradamente, mientras las mujeres se quedaban a poner flores (en algunos lugares, especialmente en Cataluña, se usaba más la pequeña y amarilla siempreviva, velas y luminarios sobre las lápidas, las cuales cubrían primero con telas blancas, posteriormente, el cura, en compañía de dos acólitos, caminaban de tumba en tumba bendiciéndolas, al terminar, las mujeres regresaban a sus casas a tomar su retrasada comida, al caer la tarde se rezaba un rosario en una ermita de la aldea, después se formaba una procesión que caminaba hasta el nuevo cementerio, donde también se adornaban las fosas y se bendecían como por la mañana[44]”.
En México, la inhumación de entierros en panteones comenzó en 1836, con la habilitación del panteón de Santa Paula en la ciudad de México[45]. En 1859 el gobierno de la República secularizó los cementerios, quitándole la responsabilidad a la Iglesia y los ingresos que hasta entonces percibía. Esta disposición fue parte de las reformas liberales del periodo juarista que se consumaron con la desamortización de los bienes eclesiásticos, afectando la vigilancia y práctica de los cultos católicos. Al igual que en España y otros países de Europa, la prohibición de realizar entierros en las iglesias y también en los atrios, produjo un cambio sensible en la celebración del Día de Muertos[46], ya que de manera natural, al ser esta una fiesta dedicada a familiares difuntos, la población se vio obligada a continuar la celebración, después de oficiadas las misas, en los panteones. “Muy de mañana se terminaban de adornar las sepulturas con adornos con ramos, coronas frescas y olorosas flores, se asistía a oír una o las tres misas que en tal día dicen los sacerdotes y daba principio la visita a los panteones[47]”.
La visita a los panteones se convirtió en un evento muy concurrido y sui generis en la ciudad de México: “Omnibus, guayines y coches particulares y de providencia, como si se tratase de una gran verbena, no cesaban de transportar gente rica y de mediano porte, en tanto que la del pueblo, formando cordones apenas interrumpidos, se dirigía a pie, llevando no pocos individuos sus provisiones de boca en las que como elemento principal contábase el pulque, precaución inútil, por cuanto a que en las inmediaciones de los panteones los esperaban los puestos de fritangas y de la popular bebida[48].” El traslado de toda la familia al panteón, representaba no solo llevar la ofrenda, consistente en flores, frutas y velas de cera, sino también la colación para el almuerzo, sin faltar el pulque para las libaciones y convidar al difunto de esta bebida para “llorar el hueso”[49].
Los cronistas de la época no dejaron de insistir en que esta parte de la fiesta ya no era religiosa, pues ya no había tristeza, respeto y tampoco duelo, “se trata de una fiesta tan alegre como la Noche Buena, tomando de pretexto a los amigos y parientes que trasladaron su domicilio a los cementerios”[50]. “Se pasea en el cementerio como se pasea en el Zócalo o en la Alameda, pensando en todo, menos en los difuntos. La gente pobre a pesar de sus preocupaciones y de su horror a la muerte, profana las tumbas de sus deudos y amigos, extendiendo sobre ellas blancos manteles, sobre los cuales almuerzan cabezas de carnero asadas en el horno y mole de guajolote, dejando el panteón convertido en un basurero[51]”. Los cementerios eran pocos y horribles, “Santa Paula que ya era una necrópolis elegante para el tiempo, daba miedo y asco[…]. A esos lugares sombríos, anti-higiénicos y espantosos iba a divertirse la gente de México y a disfrazar sus deseos de huir, bajo la forma de la devoción a las almas de los fieles difuntos.[52]
Las personas asistían a los panteones con sus mejores galas, generalmente ropa nueva, era un evento de clases sociales, en el que los ricos mostraban sus gustos y sus lujos cubriendo los sepulcros con ramillete y bouqueteros de cristal, encendiendo enormes cirios, los curiosos se paseaban entre los sepulcros sin pensar en la fragilidad humana, era el lugar donde se citaban los novios para intercambiar cartas y miradas[53]. Las tumbas eran adornadas por lo general con guirnaldas de flores amarillas y lazos de crespon, algunas ostentando los retratos de las personas que en ellas descansan; en muy pocos ojos se ven lágrimas, la concurrencia con curiosidad se dedica a leer las inscripciones de los sepulcros, los versos y epitafios, los que van pasando hacen críticas sobre cuál de los sepulcros tienen más luces y mejores colgaduras[54].
Al terminar la visita al panteón, la gente regresaba a sus casas y por la tarde salían a recorrer las calles para lucir los trajes que habían estrenado para despues asisitir a la “verbena de Todos Santos”, también llamada “Paseo de los muertos”, en la Plaza principal (el Zócalo) frente a la Catedral. En este lugar se instalaban jacalones (puestos similares a los actuales ambulantes) para vender los dulces de costumbre, tales como calaveras de azúcar, borregos de alfeñique, calabaza en tacha, y frutas cubiertas[55]. Los teatros principales, así como lo de segundo y tercer orden, se hallaban henchidos desde las 4 de la tarde, pues al igual que en los teatros españoles, se presentaba la obra de José Zorrilla “Don Juan Tenorio”, cuya escena más famosa transcurre en un cementerio en que que se producen apariciones de los muertos. Por la noche se representaban en la plaza pequeñas comedias, funciones de títeres y zarzuelas, montadas por pésimas compañías de aficionados[56].
La ofrendas y altares de muertos
Una antigua costumbre que en siglo XIX, como se habrá podido apreciar, ya se había normalizado, nadie le ponía atención y era muy significativa, era la de llevar comida como ofrenda a los muertos a sus tumbas, algo que en otro tiempo hubiera sido condenado, ya que el cristianismo no acepta la idea de que de los muertos puedan regresar al mundo de los vivos, menos para departir alimentos con quienes fueron sus familiares, esta creeencia escaló de nivel al instalarse altares en las casas con el mismo propósito, los altares de muertos[57].
“Por la noche los del pueblo bajo [los pobres], que sólo concurrían al paseo de la Plaza hasta las diez de la noche, hora en que irremisiblemente se cerraban las casas de vecindad, ya en sus hogares encendían las velas en el altar de sus ofrendas, consistiendo en biscochos, fruta y dulces, tamales y calabaza cocida; todo preparado con el expreso fin de que a la medianoche tuviesen qué cenar sus deudos difuntos. Además de ser supersticiosa tal costumbre, es estúpida, por cuanto a que no realizándose el esperado hecho, tan contrario al orden natural, la gente se mantiene en sus treces, y cada desengaño sólo sirve para engullir, al día siguiente, las golosinas o distribuirlas a veces, entre sus amistades[58].”
Por extraño que parezca, la creencia de que las almas de los muertos regresan a la tierra para departir estos alimentos, también se encontraba en el Día de Muertos en España, “apenas se conserva hoy, aunque tal pensamiento se encontraba antaño tan firmemente arraigado en Asturias que, por ejemplo en Proaza, poca gente dormía a la víspera de las benditas ánimas[59]”. En general, esta idea es muy antigua en Europa y como vimos más arriba, fue lo que originó la imposición del Día de Todos Santos el 1 de noviembre, para erradicar la práctica y propagación de estas ideas, lo cual se logró en los principales centros cristianos de Europa pero no completamente en las zonas rurales.
En México pasó algo similar, ya que las celebraciones a los muertos en la época prehispánica (códice Magliabechiano) y al inicio del periodo colonial (Diego Duran), consistía en dedicarles ofrendas de flores, papel, incienso y alimentos. Una creencia que permaneció viva en las comunidades indígenas y que al parecer dio un salto a las ciudades cuando en éstas se relajó la celebración del Día de Muertos; nadie se extrañaba ver en esta fecha en los panteones a familias de origen indígena departiendo alimento en las tumbas, realizando libaciones de pulque, una costumbre que, curiosamente, en la época prehispánica se realizaba en estas fechas en el centro del país, durante la”fiesta de lo cerros” (Tepeilhuitl), presidida por el ometochtli, sacerdote del pulque y en la cual, se tenía la costumbre de dedicar ofrendas a los difuntos enterrados (no incinerados)[60]. Y qué decir, del gradual reemplazo y sustitución casi imperceptible del Día de Todos los Santos por el de “día de los muertos pequeños” y el Día de Fieles Difuntos por el “día de los muertos mayores”, que como vimos antes, tanto preocupó a Diego Duran a finales del siglo XVI y que hoy en día, en algunas partes del país es como también se conoce a las festividades de muertos en el mes de noviembre.
Consideraciones finales
Es muy importante no perder de vista que una cosa ha sido el culto católico de los días de Todos Santos y Fieles Difuntos, el cual se ha mantenido sin cambios durante los últimos siglos y otra cosa han sido las festividades en torno a culto; las fiestas y el culto llegaron juntos a la entonces Nueva España a partir del siglo XVI, trayendo consigo costumbres y creencias medievales que fueron adaptadas y reproducidas en las villas y ciudades con mayor presencia de españoles y criollos. La población indígena, muy superior en número a la de origen europeo, recibió esta tradición a través del adoctrinamiento que encabezó el clero regular en todas las regiones del país, lo cual no se llevó de manera inmediata, requirió de su imposición y convencimiento permanente, sobre todo, porque estas poblaciones ya tenían sus propias celebraciones dedicadas a los muertos, creencias y prácticas ancestrales que tardarían generaciones en cambiar. Por otra parte, no se trataba de poblaciones de una sola cultura y religión, por lo cual, el resultado de la evangelización no pudo ser homogéneo como los religiosos cristianos lo hicieron creer a través de sus crónicas. El proceso se llevó a cabo de manera sintética, el 1 y 2 de noviembre redujeron a una sola celebración (de dos días), los festejos ancestrales a los muertos.
Las fiestas, costumbres y parafernalia en torno al culto es lo que ha cambiado a largo de los años; en su origen éstas se encontraban muy ligadas a la celebración religiosa, por ello no parecen haber sufrido modificaciones durante los siglos XVII y XVIII, en una sociedad novohispana profundamente religiosa y conservadora, los cambios se produjeron a partir de los movimientos sociales, iniciando con la Independencia, pero principalmente, a la mitad del siglo XIX, con disposiciones políticas, como la creación de panteones como medida higiénica ante posibles epidemias, principalmente en las ciudades y con lo cual, dejaron de llevarse a cabo enterramientos en las iglesias, tal disposición, tuvo como efecto que la Iglesia perdiera su jurisdicción sobre estas celebraciones, principalmente el Día de Muertos, propiciando que la sociedad se apropiara de esta fiesta, adaptándole nuevas formas y funciones de acuerdo a sus propias necesidades, modernizandola, sectorizandola en clases sociales.
A finales del siglo XIX las festividades entorno al Día de Muertos se encontraban en franca decadencia, pero de acuerdo con Elsa Malvido[61], fue en la época de la posrevolución, específicamente con el cardenismo (1934-1940), que las fiestas del 1 y 2 de noviembre fueron “reinventadas”, con el propósito de quitarle poder a la iglesia católica y asociarlas con la idea nacionalista, para lo cual, era necesario desprenderla de todo significado religioso, convertirla en laica y es a partir de entonces que se destaca la “muerte” sobre lo “santo”. Para tal efecto, Cardenas se hizo rodear de intelectuales socialistas como Frida Kahlo, Diego Rivera, Octavio Paz y José Clemente Orozco. Lo cierto, es que este proceso ya venía desarrollándose desde de las reformas de Juárez, los grabados de José Guadalupe Posada son una muestra de esa desacralización y del divertimento que ya tenía la fiesta del Día de Muertos al inicio del siglo XX, lo nuevo fue integrarla a la idea nacionalista y exponerla como parte del floclor mexicano, como ya se aprecia en la película ¡Qué Viva México! (1930), de Serguéi Ensenstein, asesorada por cierto, por algunos de los intelectuales antes mencionados.
Lo reprochable, no solo fue desconocer el carácter religioso de esta fiesta para facilitar su aceptación en el proyecto nacionalista del estado mexicano, sino difundir la falsa idea de que es una celebración de origen prehispánico, una mentira fabricada que ha venido repitiéndose hasta el día de hoy, legitimada por intelectuales, incluídos historiadores y antropólogos, así como por políticos, ahora con una nueva modalidad, convertirla en un producto de consumo turístico, lo cual se ha venido concretando durante las primeras dos décadas del siglo XXI (el caso más notorio es el famoso desfile de muertos de la ciudad de México) y entonces sí, estaremos hablando de una celebración sincrética, vacua y anticultural.
Bibliografía:
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[1] Esta aseveración fue sostenida por Elsa Malvido (1941-2011) en sus diversos estudios sobre el Día de Muertos en México.
[2] El culto a los mártires fue aceptado en el siglo II, pero no pudo ser instaurado por las persecuciones, no fue sino hasta la paz instaurada por Constantino que comenzaron a cobrar importancia las reliquias de los testigos de Cristo (los mártires), algunos obispos veían en este veneración excesiva el peligro de que se recrudeciera el paganismo. Eliade, 1999, p. 79.
[3] Vorágine, 1997, pp. 704-706.
[4] Agüeros, 1997, p. 173.
[5] Previamente, había sido instaurado el 21 de febrero, el día de la Feralia, el último día de Las Parentalia, la fiesta romana de difuntos que se celebraba del 13 al 21 de febrero; para conmemorar a los mártires, pero tuvo poco efecto, porque aún eran tiempos del emperador Diocleciano (284-305), famoso perseguidor de cristianos.
[6] Los santos eran modelos de vida para los fieles, intercesores ante Dios y también protectores de la Iglesia.
[7] Vorágine, op. cit., pp. 696-697.
[8] Vorágine, 2010, p. 660.
[9] La iglesia ortodoxa no aceptó este cambio, celebra el día de Todos los Santos una semana después del Pentecostés (originamente fiesta de la cosecha, también conocida como “fiesta de la siega” y “día de las primicias”), la fecha es variable entre los meses de mayo y junio.
[10] “Para los celtas precristianos, el 1 de noviembre, o el Festival de Samain , que marcó el final del verano y el comienzo del invierno, fue un símbolo de la muerte”. Evans-Wents, 1911, p. 657.
[11] En Britania: Allhallow Eve (víspera del día de Todos los Santos). Murray, 1978, p. 111.
[12] Mircea Eliade agrega además, que como parte de estos ritos, se celebraba un banquete en las tumbas de los muertos, lo cual, para los cristianos, anticipaba el festín escatológico en el cielo. El culto de los mártires prolongó esta tradición, Eliade, op. ct., p. 79.
[13] Smith, 2020.
[14] La relación entre las ceremonias de año nuevo y el culto a los muertos forma parte de un creencia casi universal en el mundo antiguo. Eliade, 2001, pp. 42-46.
[15] Frazer, 1981, pp. 713-714.
[16] Vorágine, 1997: 704.
[17] Idem.
[18] El Día de los Fieles Difuntos no existe en la iglesia protestante.
[19] Benavente, 2014, p.77.
[20] La costumbre de llevar alimentos a los templos, entregar fruta y comida preparada a los párrocos, antes y después de la fiesta de muertos, continúa vigente hoy en día en varias comunidades del país.
[21] De la Serna, 1892, p. 284.
[22] Idem.
[23] Duran, 1880, p. 115.
[24] Johansson 2003, pp. 191-202.
[25] De acuerdo con el calendario aportado por de la Serna, op. cit., pp. 318-328.
[26] De la náhuatl raíz “miqui” (morir), “miquiztli” (muerte).
[27] Johansson, 2003, p. 172.
[28] Serna, op. cit., p. 320.
[29] “El décimo séptimo mes llamaban Tititl, Empezaba a veinte dos de diciembre, hacían una gran fiesta a una diosa llamada Ilamateuhctli y por otro nombre Cuzcamiauh y por otro Tonan”. Serna, op. cit., p- 321.
[30] Anders, Jansen y Reyes, 1996, pp. 179-180.
[31] Idem.
[32] De hecho, quienes escribieron sobre estas fiestas, los religiosos franciscanos y dominicos del siglo XVI, no presenciaron ninguna de ellas, las describieron a través de informantes indígenas.
[33] La intermediación de los santos con los vivos encontró su argumentación teológica en la tesis de Juan Damasceno: “Mientras vivían, los santos estaban llenos del Espíritu Santo y una vez muertos, la gracia del Espíritu Santo nunca se aleja de sus almas, ni de sus tumbas, ni de sus santas imágenes”.
[34] García Cubas, 1904, pp. 388-390.
[35] Idem.
[36] Según Elsa Malvido, los jesuitas fueron los principales promotores de este culto en la Nueva España. Malvido, 2006, pp. 47-48.
[37] Idem.
[38] Idem.
[39] García Cubas, op. cit., p. 390.
[40] Idem.
[41] Ibid., p. 388.
[42] Malvido, op. cit., p. 49.
[43] Fischer, 2019, pp. 20-21.
[44] Foster, 1962, p. 348.
[45] Clausurado en 1871 por problemas de higiene. García Cubas, op. cit., p. 388.
[46] Los pisos de las iglesias eran de madera para facilitar los continuos enterramientos que se realizaban en la nave, con la prohibición, éstos fueron sellados con lozas.
[47] Idem.
[48] Idem.
[49] Ramírez, 1997, p. 26.
[50] Ciriaco, 1997, p. 91.
[51] Ibidem.
[52] Espinel, 1997, p. 95.
[53] Ciriaco, op. cit., p. 92.
[54] Sosa, 1997, p. 102.
[55] Ciriaco, op. cit., p. 91.
[56] Sosa, op. cit., p. 102.
[57] Los altares de muertos son una derivación de los túmulos funerarios o catafalcos novohispanos.
[58] García Cubas, op. cit., p. 650.
[59] Foster, 1962, p. 346.
[60] Ver esta explicación más arriba.
[61] Malvido, op. cit., p. 43.